sábado, 30 de mayo de 2009

EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE VIAJE

Nuevamente a bordo de un avión. Esta vez en un vuelo trasatlántico. Como el Titanic. Suena bien, pero yuyu, igual de bien que la orquesta que sonaba en la salón mientras el buque hacía agua y comenzaba la inmersión en el mar helado de 1912. Los mares tienen añadas de frío como los vinos las tienen de nosequé. La de 1912 debió de ser heladora. Mi padre nació una fría mañana de enero de aquel año en un pueblo de montaña donde el frío aprieta sin piedad. Supongo que haría bastante frío porque su familia era muy pobre. Pero aún no he decidido qué dio lugar a qué. Si el frío del año a las aguas donde sucumbió el Titanic, aquella mañana de enero en que mi padre vió la luz al año en que esto acontecía, o si el hundimiento del Titanic trajo causa de la pobreza de. mi familia. Quizás en este momento estemos sobrevolando la zona de la tragedia, precisamente ahora que me como estos pretzels que nos sirve la azafata. ¡Benditos snacks de la aviación! Voy leyendo una de esas columnas semanales que en condiciones normales no leería porque los prejuicios hacia su autora me impiden hacerlo. Pero aquí arriba y con 4 horas a la espalda y otras tantas por delante, me como los pretzels que no comería y leo a las columnistas que no leería en otras circunstancias, porque hay-que-matar-el-rato. Y mientras esto ocurre, me asalta la urgencia de dejar constancia, antes de que la constancia se pierda en las musarañas, de esta extraña alianza de pensamientos, de los compañeros de viaje que acomodamos en plazas contiguas, en este viaje mental interminable y cómo los sentamos juntos según van llegando. Simplemente aparecen y ocupan un sitio sin orden ni concierto, sin demasiado sentido, como en los sueños. Y sin embargo, una vez instalados se ven obligados a dialogar, a relacionarse porque el viaje es largo, tanto como la misma vida. Y esta urgencia de no dejar escapar las ideas, de que al menos durante un rato, y quizás, gracias al poder del teclado para siempre y para otros, me trae el recuerdo de los recados que me encargaba mi madre. Los mandados como dicen – decimos - por aquí abajo. Acércate donde Juan y compra azúcar, tulipán y un estropajo. Ah¡¡¡ Y que te de un manojo de perejil. Y para que no se me olvide bajo los 4 pisos de dos en dos repitiendo mentalmente el mantra: azúcar, tulipán, estropajo, perejil. Qué difícil asociación, que compañeros de viaje tan distintos. Azúcar, tulipán, estropajo, perejil. Aún utilizo la misma técnica y ayer tarde, pensando en cosas pendientes de meter en la maleta, repetía incansable: adaptador, gorra, almohada. Adaptador, gorra, almohada para fijar, aunque fuera de una forma efímera pero práctica las tres cosas que debería hacer de forma urgente y prioritaria nada más llegar a casa: buscar en la caja de herramientas un adaptador de corriente europeo-americano para el ordenador, en el perchero una gorra para protegerme del sol y la migraña - ¡¡¡ah tu compañera inseparable !!! - asociada al exceso de luz, y poner un post it sobre la maleta en el que habré de escribir: almohada. Y es que mi almohada, mi amiga del cuerpo y del alma, debe entrar en la maleta mañana temprano, nada más levantarme porque sin tí no soy nada, a merced del dolor que acecha a todas horas. Una noche sin ella puede suponer un día completo de jaqueca. Solo así, repitiendo una y otra vez las palabras mágicas tengo garantía de éxito, de que el olvido no me llevará al desamparo. Y por eso debo cruzar el bosque con la cesta de comida para la abuela y no entretenerme con el lobo si este aparece en cualquier recodo del camino. No puedo dejarme llevar y llegar a casa tratando de recordar que tenía algo importante que hacer, algo que olvidé....

Y ahora, como cuando hacía los recados para mi madre, siento esa misma urgencia de escribir todo esto, de que no debo olvidarme del Titanic, de las columnistas a quienes jamás leería salvo en situaciones como esta, de que tal vez estemos sobrevolando la zona del desastre, de los mantras de mi madre, de recordar lo que tengo que recordar y de que todos estos pensamientos aislados hasta que yo los reuní, deben convivir forzosamente en este viaje trasatlántico.

sábado, 16 de mayo de 2009

HACER EL MONO


Cuenta don Andreu Pérez y Vara en una carta a EL PAIS de Febrero de 2008 que Federico Borrell García, el miliciano abatido en Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936 y captado por el objetivo de Robert Capa, escenificaba una acción junto con algunos compañeros para que los reporteros – había más de uno – tomasen fotos bélicas. Una especie de posado. Sin embargo el movimiento de los milicianos y los tiros que dispararon llamaron la atención del enemigo al otro lado de las líenas. Una ráfaga de ametralladora, mató a Borrell y a otro compañero. Bien pudo haber ocurrido así. Jóvenes anarquistas excitados por las cámaras de reporteros extranjeros juegan a héroes y pierden la vida en ello. Las fotos previas parecen corroborar la hipótesis.
Mi padre fue un miliciano enrolado en el Batallón Baracaldo de la UGT a finales de Julio de 1936. Su primera misión consistió en defender la estación de Málzaga en Guipúzcoa. “El enemigo se encontraba en un monte alto situado enfrente de la estación. Nos podrían haber echado a pedradas. Nos ametrallaban a placer y no podíamos subir ni bajar de un piso al otro del edificio porque la escalera estaba en el exterior y éramos un blanco demasiado fácil para ellos.” Así me lo contó para un librito que le dediqué. Durante el mes que permanecieron en la estación, Octubre de 1936, no llegaron a entablar un auténtico combate con las tropas nacionales, aunque sí sufrieron una baja. Uno de los milicianos se empeñó en cruzar el puente que había junto a la estación a plena luz del día y en la línea de fuego del enemigo. Sin necesidad. Simplemente porque quiso probar su valor y mostrarlo a sus camaradas. A pesar de las advertencias los compañeros, el miliciano se empeñó en cruzar aquel puente. “Yo paso por ahí por cojones”. Apenas hubo dado una docena de pasos caía fulminado por una bala certera.
Mi padre le regaló el epitafio: murió por hacer el mono, dijo. Me lo contó una y mil veces y siempre con las mismas palabras. Por hacer el mono. No recuerdo si llegué a compadecerme en algún momento por el joven soldado desconocido. Tantas veces murió en el relato de mi padre que me acostumbré a ver como lo abatían sobre el puente, una y otra vez.
Y ahora, al leer la carta de don Andreu, aportando la versión tan plausible del reportaje fotográfico y las poses guerreras del grupo de milicianos, me he acordado del pobre muchacho de la estación de Málzaga. Y de haber ocurrido las cosas como propone don Andreu, el miliciano inmortalizado en el momento de morir en Cerro Muriano, el falling soldier de Robert Capa, habría perdido la vida por hacer el mono, como la perdió aquel camarada de mi padre que quiso cruzar el puente por cojones.
Por ellos y por tantos otros soldados voluntarios y forzosos de mil guerras olvidadas tañen las campanas, como recuerda Dylan en Chimes of Freedom: por todos y cada uno de los soldados desamparados en la noche.