miércoles, 12 de diciembre de 2012

ILHA DE TAVIRA


En cuanto pisé la isla me sentí lleno de inspiración. A cada paso me asaltaban visiones que desde el primer momento  me parecieron demasiado profundas para ser mías. Por ello me entraron las urgencias por transferir al papel lo que veía, no fuera que se me fuera el santo al cielo al paso de una sorprendente y nueva revelación. Tener una idea genial y olvidarla al instante es mi peor pesadilla. Mi segunda peor pesadilla es recordar la idea y comprobar que no era tan buena o que, mejor pensado, era un valiente desatino. Si la inspiración me llegase con frecuencia, llevaría siempre conmigo cuaderno y estilográfica como he visto hacer a mucha gente, sentada en los bancos del parque, en las estaciones de tren y en las terrazas de los cafés parisinos. Por eso, porque casi nunca se me ocurre nada genial,  tengo que recurrir a las consabidas servilletas de papel, a mis rodillas en modo mesa, y a los bolis que regalan los sindicatos. Una mierda de bolis.

Pero en la isla de Tavira la suerte me sonrió y empecé a pensar en ella como una moneda, cara y cruz, metáfora de la vida y de sus reinos gobernados por el azar. Un gran hallazgo. De inmediato me lancé a elaborar el discurso al que, por sus connotaciones marinas, denominé provisional y genéricamente plus ultra. La cara sur de la isla se enfrenta al mar abierto desde una playa desierta conquistada por olas terribles y testarudas llegadas del fin del mundo, reluciente la arena en la retirada de las aguas, horizonte curvado como el espacio y el tiempo. Y así sucesivamente. Me sentía pletórico. Ni un papel a mano. Busqué urgentemente los resguardos del billete del barco que nos llevaría de regreso a tierra firme para poder describir estos primeros golpes de luz y de paso asegurarme de que no perderíamos el último barco a Tavira. Comprendo que es prosaico preocuparse por la vuelta al hotel cuando uno está en vena, pero la isla permanece deshabitada en invierno y nada hay más desolador que pasar la noche entre hidropedales varados en una isla desierta. Un ticket de barco no da para mucho. Quise ser selectivo y trascribir lo imprescindible.  Apoyé el ticket en mi rodilla, pinché con demasiada fuerza el papelito, tuve mi tercera peor pesadilla al perforar el papel con la punta del boli de CCOO, acto fallido por excelencia, y como consecuencia retrocedí a mi  primera peor pesadilla: se me fue la idea seleccionada para ser transferida al papel y por tanto al mundo, al futuro, a mis biznietos sentados en la taza del váter leyéndome y preguntándose qué le pasaba al abuelito, maldije mi suerte, me volví a Rebeca, y de pronto, sin que ella entendiese nada y confirmando así su idea de que me estoy haciendo muy mayor a pesar de la alterofilia y los largos de piscina en verano y de que las golondrinas de la razón, de mi cabeza no volverán sus nidos a colgar, le dije pues:  mi amor, para Reyes quiero un cuaderno de notas sin usar y una estilográfica aunque sea de las modernas de cartucho. Ella me miró desazonada y  yo, sin duda impactado por su rictus de desconsuelo, recuperé por un momento la visión y por fin escribí: Sur. Cara al mar. Las olas se follan la playa. La playa, por su aspecto resplandeciente cuando la ola se retira, parece satisfecha. Cuando se va la ola quiero estar sola. Recuerda, nueva metáfora. Es cuanto pude escribir.


Buscar la cruz en la isla fue muy sencillo. Todo resulta allí previsible, como un menú de bar barato, apenas un checklist. Tenemos el embarcadero y el barco que viene y que va cargado de personas que acarrean sueños, cañas de pescar, sombrillas y neveras llenas de comida envasada del hiper. Aquí el más allá está muy cerca, apenas media milla con la marea baja. En verano me atrevería a cruzar a nado, incluso a pié. Calzando unos zapatos de goretex no creo que llegase a hundirme bajo el peso de vuestra sabiduría, abandonado,  como una piedra. Desde la cruz de la isla puedo ver luces blancas y amarillas a lo largo del paseo marítimo, fábricas de salazones y conservas, anzuelos oxidados en el suelo que pinchan bicicletas, grupos de incautos y reclamos de neón para ellos,  luego casas y después montes, y más allá nubes y atardecer. Mucho más cerca hay arenas marrones cubiertas de cañas y de algas, afluentes, alguna botella de plástico y una silla de ruedas que cría mejillones en el fondo turbio. Un Lázaro curado y eufórico arrojó su cruz a la mar inmensa. Aquí en la cruz de la isla no tengo visiones ni pesadillas ni me hacen falta el papel, las rodillas o el bolígrafo. Aquí saco fotos y más fotos pero me siento inerte y pesado.