lunes, 25 de diciembre de 2017

EL VIAJE SOÑADO II



CUENTO DE NAVIDAD



Lo sabía. 
Sabía que el Padre Igartua podía convertir el viaje soñado en una pesadilla. Él se las da bien para estos menesteres. Tiene formación, experiencia y ganas. Además maneja la información exclusiva que proporciona el confesionario. Jugador  profesional y ventajista. Y Rebeca... tan influenciable. La injerencia del capellán en  nuestra intimidad resultaba insoportable. 
   Hubo viaje, claro que lo hubo. En la primera jornada, Nochebuena, recalamos en un puticlub de carretera abandonado, el de la imagen. Hice leña de los marcos de las ventanas y prendí una fogata en lo que debió ser el bar. Allí seguía en pie la barra cromada. Supongo que las chicas se contorsionaban agarradas a ella haciendo striptease... de acuerdo, lo admito: conocía el lugar. Había acudido un par de veces. Tal vez tres, pero siempre lo había hecho como espectador, sólo para mirar. Como quien fuma marihuana sin tragar el humo. Llamé por el móvil a mi chófer que de seguido se presentó con una fuente de canapés de paté de oca con trufas y dos langostas termidor. Una vulgaridad, lo reconozco. Bebimos a morro una botella de Dom Pérignon Rosé. Sentados en el suelo, comimos con ansía porque habíamos hecho una primera etapa caminando más de 20 kilómetros cargados con dos mochilas, artificialmente engordadas con periódicos estrujados. Me compré dos bastones de trekking en Decathlon para facilitar la caminata. Ella, más tradicional, me pidió que fabricase un cayado de aspecto bíblico. Así lo hice con la rama de un sicomoro. Al calor de la hoguera y del segundo trago de champán, Rebeca se empeñó en convertir aquel antro en un convento para redimir a las Nigerianas Descarriadas de los Polígonos. Lo dijo y vi el poster de un grupo punk: NDP. Sabía que aquella estancia del cura en Naiyiria no habría de traer nada bueno a nuestras vidas. Maldito entrometido. Yo estaba dispuesto a permitir que gobernara los ayunos y abstinencias de nuestra alcoba, pero hacerme comprar este derribo y erigir un convento africano en su lugar se me hacía un trago difícil de pasar.      
   Rebeca, cariño, esto es una casaputas en ruina, dije yo. Mejor así, más mérito, replicó ella. Y quiero que sea de clausura, añadió. Y dije yo por zafarme de la embolada: pero si las nigerianas ya estaban recluidas y vigiladas por unos tipos de aspecto realmente inquietante. ¿Piensas encerrarlas otra vez? Creo que fui políticamente correcto y cualquier feminista se habría avenido a razones y habría desistido de la empresa redentora. Rebeca, no. Según el consejero de mi esposa, el nuevo panteón estaba ahora habitado por una nueva trinidad.

  1.  El dinero, 
  2.  El sexo y 
  3. La búsqueda de la eterna juventud. 
   Sus templos eran los bancos, los puticlubs y las clínicas de cirugía plástica. Y allí estábamos Rebeca y yo, convocados desde el más allá para derribarlos. Domingo Igartua nos había asignado el número dos, los garitos de perdición. Y eso para empezar, dijo. 

¿Cuándo podré disfrutar de una navidad tranquila, fumando mi pipa junto a la chimenea y leyendo a Proust? 

    Como ya dije, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de satisfacer el deseo de ella por emprender ese viaje distinto a todo. La primera etapa cubría sobradamente expectativas. Antes de tumbarnos en las camas turcas que nos había traído el chófer, Rebeca puso un wassap que años más tarde habría de leer, cuando revisé a escondidas y a fondo su teléfono celular: Padre Txomin: primera etapa sensacional. Nunca pensé que redimir fuera tan apasionante
   El fuego se había extinguido, la ropa y las mantas olían a chamusquina y hacía un frío del carajo en aquel antro.

domingo, 24 de diciembre de 2017

EL VIAJE SOÑADO I


Mis desvelos por hace feliz a Rebeca llevándola de vacaciones a destinos de ensueño nunca lograron calmar su deseo de disfrutar de lo que ella llamaba unas vacaciones diferentes. Me sentía vulgar, frustrado y, por qué no decirlo, un tanto dolido. Había gastado una fortuna visitando los mejores resorts del Caribe y Las Maldivas. Nos alojábamos en el Grand Hyatt cuando los negocios me llevaron a Bombay o en el Scala si tocaba tocar Buenos Aires. Éramos habituales de los camarotes VIP del MS Queen Elizabeth cuyo capitán, un pipiolo de Citta Vecchia embutido en un uniforme entallado – llamarme Tomasino si prega -  no podía prescindir de nuestra compañía a la mesa en las veladas de gran gala donde Rebeca daba cabezadas de aburrimiento mientras il capitano proponía juegos de palabras y narraba increibles historias de viejo lobo de mar. Yo era consciente de que Tomasino tiraba los tejos a Rebeca y soñaba con llevársela a contemplar la luna llena desde el puente de mando para luego, con mucho más detalle, examinar sus cráteres a través del telescopio extensible que guardaba en su camarote todo  revestido de terciopelo escarlata. Una vez dentro,  Tomasino miraría fijamente a Rebeca mientras alargaba tramo a tramo el telescopio en evidente metáfora de sus expectativas. Y confieso que no me habría importado presenciar los devaneos de Rebeca con il capitano. La satisfacción de Rebeca estaba por encima de todo y un buen par de cuernos servirían de perchero donde colgar las decenas de sombreros, boinas y gorras que Rebeca y yo nos regalábamos y con los que nunca nos tocábamos. Mi sentido práctico me decía que el fin justifica el bochorno, y sin embargo era precisamente el pragmatismo del que yo siempre presumí lo que más irritaba a Rebeca y la llevaba a bostezar en mi presencia sin molestarse siquiera en tapar su boca de fresa con la mano.  Sí cariño. Un perchero para los sombreros nos vendría genial, dijo sin saber de lo que hablaba cuando consiguió cerrar las fauces. En el hall quedaría ideal.

Ella enseguida se cansaba de los lujos puestos a sus pies e insistía una y otra vez en probar algo nuevo y sobre todo, distinto. Por eso decidí consultar con nuestro director espiritual, el padre Domingo Igartua y preferí hacerlo acudiendo a la intimidad del confesionario para asegurarme de que mantuviese la boca cerrada. Igartua, apasionado de su tierra y sus caldos, era un cotilla metido en una sotana y sólo el secreto de confesión podría contener sus irrefrenables deseos de revelar misterios y dar primicias.  Sin embargo comprendí enseguida que Rebeca se me había adelantado, y que nuestro confesor, por no quebrar el secreto contraído con Rebeca,  se las daba de nuevo conmigo.  Ella también había querido mantener al cura calladito, secreto de confesión mediante. Estaba cantado que Igartua estaba al corriente de la insatisfacción de mi esposa por el asunto de las vacaciones, y ya puestos, también lo estaría sobre otros secretos de alcoba: ¿Con qué frecuencia frecuentas a Rebeca? preguntaba una y otra vez. Y si no,  ¿cómo explicar que el cura tuviera encima un tríptico de la agencia Viajes Soñados ofertando planes para unas vacaciones que se anunciaban como diferentes?  Precisamente diferentes, como Rebeca anhelaba. Apenas había empezado a exponer mis inquietudes cuando el páter se metió la mano en la sotana, hurgó por allí, ¿qué estará haciendo?, me alarmé hasta que vi que sacaba el prospecto. Me lo deslizó con aire de misterio. Luego dijo: “toma este leaflet. Estas son las vacaciones que os hacen falta". El padre Igartua había pasado largas temporadas de misionero en Nigeria y por eso a los trípticos publicitarios los llamaba leaflets, a los panfletos flyers y Nigeria era para él Naiyiria. Supongo también que habría adquirido  en misiones la manía de echarme el brazo alrededor del cuello y arrojarme a la cara un aliento impregnado de juanola que no conseguía ocultar una halitosis demasiado intensa para mi gusto. Ojo Igartua que los negritos lo aguantan todo, hasta que cambian de pareja de baile y se meten en la Yihad. Luego me dijo que la consulta, por no ser confesión stricto sensu sino mero coaching,  no llevaba penitencia y me despidió sin más. No charge, bromeó, como si yo fuera de la misma Naiyiria.